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1627: La quiebra del Imperio español
Las vastas riquezas de oro y plata (unos tres billones de dólares) que mantenía el Imperio español a finales del siglo XVI gracias a las expediciones de los conquistadores al Nuevo Mundo, financiaban las numerosas campañas militares que llevaba a cabo en Europa.
Como consecuencia, España expandió sus territorios hacia una gran parte de Italia, Alemania y los Países Bajos.
Pero las constantes guerras y ocupaciones militares agotaban el tesoro español, que sufría una presión inflacionaria debido al influjo de plata y oro del Nuevo Mundo.
En lugar de reformar las finanzas reales, el ineficaz rey Felipe III condenó a España a un descenso hacia la irrelevancia a largo plazo.
El impago de las deudas de la corona impidió que el Imperio sofocara una rebelión holandesa en 1607.

Este fracaso, cinco años después de que los holandeses establecieran la primera empresa con cotización bursátil de la historia, desplazó el poder económico de Europa hacia Ámsterdam.
El esfuerzo reiterado para someter de nuevo a los Países Bajos en la década de 1620 por el recién coronado rey Felipe IV tropezó con un colapso económico desastroso en la provincia vital española de Castilla, en 1627.
La corona española había devaluado su moneda hasta tal punto que esta se quedó efectivamente sin valor, y las fuerzas españolas tuvieron que vivir de los saqueos que llevaban a cabo en la mencionada provincia por algún tiempo.
La bancarrota de España de 1627 fue la quinta en 70 años, pero esta puso al poder español en decadencia definitivamente, despejando el terreno para el crecimiento de los imperios mercantilistas de los Países Bajos y del Reino Unido.
El ascenso al trono en 1665 del discapacitado y deformado (debido a los sucesivos matrimonios consanguíneos en la familia real) Carlos II fue el último clavo en el ataúd del Imperio español.
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